26 jun 2012

El País | Directivos fuera de control y políticos dóciles dinamitaron la caja gallega

Directivos que se creían los dueños, consejeros que cobraban dietas y no hacían preguntas, medios de comunicación cautivos por los ingresos publicitarios, políticos que miraban para otro lado. Mézclese todo eso con una buena cantidad de ambición, añádase falta de transparencia, una formidable burbuja inmobiliaria y se tendrá como resultado una caja nacionalizada. El guion lo escribieron Caixa Galicia y Caixanova, fusionadas en diciembre de 2010 en Novacaixagalicia (NCG). Lo hicieron tras un informe encargado por la Xunta que, lejos de demostrar que en el mundo financiero uno más uno puede ser igual a cero, aseguraba la solvencia y viabilidad de la caja única gallega.

La escasa documentación que ofreció el Gobierno autónomo afirmaba que la nueva entidad iba a generar un beneficio bruto de 2.671 millones entre 2010 y 2015. Gracias a ello Hacienda podría recaudar 655 millones como impuesto de sociedades y otros 300 sufragarían la obra social. La quinta caja del país, con activos de 70.000 millones de euros, estaría en disposición de devolver al Banco de España el préstamo que necesitó como primera inyección del FROB, de 1.162 millones, "con los intereses correspondientes". En 2013 se habrían amortizado todos los sobrecostes, cifrados en 485 millones. 

Lástima que la vida real no se parezca a los power point. Tras la fusión llegaron los decretos de recapitalización del Gobierno de Zapatero, muy protestados desde la Xunta, y NCG volvió a necesitar una ración doble de oxígeno (otros 2.465 millones del FROB) para soportar el enorme peso del ladrillo en su balance. Era la herencia perversa de unas cajas que durante años se habían dedicado a abrir oficinas por todo el mundo, invertir en promociones en el Mediterráneo y hasta respaldar a El Pocero en sus sueños de grandeza.

Los directivos también acostumbraban a hacer cumplir los suyos. Al mando de Caixa Galicia estaba un ejecutivo agresivo, José Luis Méndez, que durante décadas ostentó un enorme poder en la comunidad autónoma, pese a ser un simple gestor. Convirtió una entidad provinciana, en la que había desembarcado en 1981, en la sexta del país. En la última etapa de su mandato no dudó en montarse sobre la ola de la burbuja inmobiliaria. Alcaldes de todos los colores políticos lo veían como una especie de mecenas que regaba con fondos de la obra social hasta el último Ayuntamiento. En 2007, tras unos años de crecimiento desmesurado que más que sorprender causaba admiración, llegó a comprar la isla de Sálvora, parte del Parque Nacional Illas Atlánticas. También era aficionado a los veleros —la caja poseía uno en el centro náutico de Sanxenxo, que ahora pertenece a la obra social—, donde recibía a políticos y empresarios. Sin que nadie le rechistase ni le pidiese la menor explicación colocó a dos de sus hijos en altos cargos de la caja, uno de ellos al frente de la división industrial.

Pese a ser el primer interesado en forzar una fusión a la que Caixanova se resistía, se jubiló dos meses antes de que el proyecto cuajase entre grandes aplausos de sus consejeros, cerrando la puerta a 29 años de servicio. Cobró 16,5 millones en su retiro. Las cuentas que dejó durante su mandato nunca tuvieron tachas en las auditorías, pero el Banco de España no lo consideraba un gestor adecuado para ocupar un cargo en la caja única gallega. En cambio, el regulador se inclinaba más por el criterio del otro veterano directivo, Julio Fernández Gayoso, presidente de Caixanova, que, a punto de cumplir 81 años, ha resistido hasta ahora a los golpes de los escándalos. Don Julio, como se le conocía en la antigua Caixanova, hizo en Vigo lo que Méndez en A Coruña: construir a su medida el Consejo de Administración. Incluso los vocales elegidos teóricamente entre los impositores, por sorteo, solían ser rostros conocidos. Las universidades no tenían representación en las cajas, aunque sí estaban presentes asociaciones como la Coral Polifónica de Betanzos o la Alianza Francesa.

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